Chile es un país concentrado y, lo que es peor, con una hasta ahora irreversible tendencia a seguir concentrando poder político, población, riqueza, beneficios sociales, oportunidades culturales. Esto no quiere decir que no haya cierto desarrollo regional, pero su ritmo es incomparablemente menor que la inexorable fuerza centrípeta que nos atrapa.
De esta forma, aumenta la desigualdad social, haciendo ilusoria una mayor igualdad de oportunidades; se agigantan los efectos de la ineficiencia del Estado y se centraliza todo en Santiago. Lo acabamos de ver con las medidas en materia de seguridad, anunciadas por el Gobierno después de una ola de crímenes violentos: la mayor parte de los recursos serán destinados a la capital.
Lo que pasa en el área metropolitana de la capital le pasa a Chile, lo demás (la cárcel que Ñuble necesita, la baja dotación de carabineros en comunas y la “colonización” rural de los narcos) son rumores lejanos.
Y mención aparte para una consecuencia que merece aclaración adicional: convierte a la regionalización y a su inspiración de sana descentralización, en una mera retórica, porque una supuesta autonomía que no se apoye en poder de decisión sobre el territorio, es ilusoria y solo cosecha sus propios defectos.
El diagnóstico no es nuevo, con mayor o menor brillantez lo han señalado valiosas voces intelectuales y políticas a lo largo de décadas. Sucesivos gobierno, los últimos 30 años, también lo han dicho y mucho más los gobernantes, sobre todo cuando son candidatos y buscan captar votos, no obstante siempre terminan sucumbiendo a la tentación de ejercer el poder centralizadamente.
Con el gobierno del presidente Gabriel Boric está pasando más o menos lo mismo.
Las expectativas eran altas, sobre todo tratándose de un político que viene de Magallanes, la región con la cultura regionalista más fuerte del país.
Sin embargo los avances han sido tímidos y los temas pendientes abundan.
Después de cumplir la primera mitad de su mandato, no es clara la voluntad del Ejecutivo de entregar poder a los territorios y fortalecer sus capacidades instaladas para enfrentar nuevas responsabilidades.
En lo formal y concreto, hay que seguir con atención el compromiso de reactivar la elaboración de la “Política Nacional de Descentralización”, protocolo que la actual administración firmó en enero de 2023 con los gobernadores regionales.
Por otra parte, hay que olvidarse de la promesa de eliminación de los delegados presidenciales. Puede ser que le cambien el nombre, maquillen un poco sus atribuciones, pero la representación del poder centralizado no desaparecerá. De hecho, así debe ser. No olvidemos que todavía somos un estado unitario.
Pero igualmente, no debemos olvidar que el desarrollo humano y productivo no se produce en el vacío, sino que en espacios territoriales determinados, con características sociales y geográficas particulares; de modo que de nada sirve el modelo de “talla única”, seguido hasta hoy, que solo ha acentuado la brecha entre Santiago y las regiones.