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Acuerdo constitucional

Histórico fue la palabra más repetida ayer por dirigentes de todos los colores políticos para dar cuenta del acuerdo entre el oficialismo y la oposición para convocar a un plebiscito en abril del próximo año sobre una nueva Constitución para reemplazar la vigente, heredada de la dictadura de Augusto Pinochet.

La consulta preguntará a los ciudadanos si aprueban o rechazan que se escriba una nueva Carta Magna y qué tipo de órgano debería hacerlo, si una convención mixta de parlamentarios en ejercicio y miembros elegidos para ese fin o una asamblea formada solo por integrantes electos para eso.

La actual Constitución data de 1980 y, aunque fue modificada varias veces (en 1989 se derogó la parte que establecía un pluralismo político limitado y más tarde, en 2005, se acabó con la figura de los senadores designados y otros enclaves autoritarios), es criticada por ser herencia del régimen militar y por consolidar un papel residual del Estado en la provisión de servicios básicos, que justamente es uno de los motivos de las protestas ciudadanas que se iniciaron el 18 de octubre.

En efecto, tres son las cuestiones fundamentales que más se le critican, y por lo mismo se quieren cambiar. La primera tiene que ver con su ilegitimidad de origen, por ser impuesta por un gobierno de facto, que había justificado la intervención armada de 1973 en la defensa de la Constitución de 1925 y que se aprobó mediante un plebiscito sin registros electorales, bajo estado de excepción, con los adversarios políticos en el exilio y con el monopolio mediático de los medios de comunicación.

El otro cuestionamiento es que los derechos sociales están “infrarrepresentados”, ya que consagra un Estado subsidario que no provee directamente las prestaciones que tienen que ver con salud, educación o seguridad social, sino que estas quedan en manos privadas.

Por último, también hay un amplio cuestionamiento sobre el contenido de la propia Carta Magna, que muchos constitucionalistas han definido como “garante de una democracia protegida de la irracionalidad del pueblo”, donde subyace una desconfianza profunda de la posibilidad de que la ciudadanía pueda tomar decisiones razonables por sí misma.

En tal sentido, haber incluido un plebiscito de entrada para definir quién elaborará la nueva Constitución es un paso en la dirección correcta, la única fórmula razonable para comenzar a restablecer o recomponer lazos entre ciudadanía y política, entre la sociedad y sus instituciones.

En la memoria colectiva del pueblo chileno está el plebiscito de 1988 que terminó con la dictadura, lo que hace natural y comprensible que sea a través de un plebiscito que se resuelva el mecanismo para terminar con la Constitución impuesta por dicho régimen. Se trata, sin duda, de la única manera democrática de desencadenar un proceso que busque la mejor forma de resolver no solo la cuestión constitucional, sino la profunda crisis de legitimidad de las instituciones y la política misma.

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