Hasta el máximo “enemigo” del ecosistema nativo de Chile, en esta pandemia tiene la oportunidad de redimirse culturalmente: el eucaliptus. Sí, ese mismo vegetal que la industria de celulosa convirtió en el azote pandémico del bosque valdiviano chileno. Y todo porque al secar los suelos, los debilita y luego erosiona, a causa de que traga y consume como ningún otro vegetal las aguas subterráneas de los veneros o vertientes naturales. Sí, ese mismo que seca los pantanos y humedales. Y lo que en estas últimas cuatro décadas se le escapaba de depredar en flora autóctona a la gran industria de celulosa para reemplazarlo por el pino y el eucaliptus, lo terminaba de rematar la gente, depredando y comprando la aromática leña nativa para combustible de sus estufas invernales.
Así, lo triste es ver que lo a la naturaleza le cuesta cientos de años (el roble, el coihue, peumo, luma, el laurel santo) estos todavía caen reducidos en dos minutos por la motosierra , en un insólito caso de inconsciencia y desamor al árbol.
Mientras entraba a brazadas esos atados para calefaccionar mi casa, con el aroma, rápido vinieron a mi los recuerdos. Aquellos días de la infancia, cuando caíamos a la cama por la gripe. Mi madre cada doce horas sahumaba la habitación con humo de eucaliptus y, sobre todo, haciéndonos inhalar el vapor aceitoso de algunas de sus alargadas hojas que hervían en una olla. Vinieron a mi esas inhalaciones, sentados en la cama y con el recipiente sobre las rodillas, tapada la cabeza con un gran paño blanco que hacía de campana entre uno y la olla.
Si la fiebre persistía, para sanar los bronquios y detener tanta mucosidad, complementaba la terapia dándonos infusiones de natri (natrüng). Ella y mi padre bebía el natri en vino caliente, el infalible “navegao de invierno” tan eficaz contra todo virus. Al ser amargo, se volvía en el más eficaz revulsivo para expulsar todo lo extraño. Apenas convalecientes de las fiebres a través de las cuales expulsábamos todo lo maligno, nos colgaba un escapulario o bolsita de lana roja al cuello, a la altura del pecho, relleno de hojitas tiernas mentolatadas de ese árbol, a veces mezcladas y potenciadas con el aromático triwe. La instrucción era que a cada tanto debíamos allegar a las narices dicha bolsita, para que aspirásemos ese aroma.
Las muchachas no lo requerían: bastaba que aspiraran colocando la bolita de hojas en el seno, en la unión central del sostén. Sin más, esta misma noche ya tenemos bajo nuestras almohadas, ramas con semillas de eucaliptus, aromatizando y protegiendo nuestras nocturnas inhalaciones. No hace mucho leí que en la Universidad de la Habana confirmaron que “el Covid-19 no se desarrolla en ambientes donde se usa el 1,8 Epoxip-mentano, que es el componente anti virucida, antiséptico y bactericida del Eucaliptol, todo en ambientes asperjados con vapor caliente”.
Por tanto, lo maligno en Chile o en cualquier parte del planeta, no es el eucaliptus, el pino radiata, o la especie que sea, sino la violencia interventora y artificial del monocultivo, la explotación comercial que fuerza las leyes naturales. Ninguna especie es mala en sí misma si se le deja habitar naturalmente asociada con otras, como parte integrante y coexistente de un sistema mayor.
El pecado humano es destruir la abigarrada biodiversidad de un ecosistema dado. “La queremos para que descanse”, me decía un peñi mapuche cuando le preguntaba qué iban a hacer con la tierra de un fundo que les devolvió Conadi. “Yo quise arrancar la maleza, pero me di cuenta que también estaba sacando de raíz otras de canelo, maqui, peumo, boldos, todas ‘niñas’de aquí mismo. Por eso ahora aprendí: la dejaré descansar siete años, donde esperaré. Solo así voy a poder escucharla. Y solito me daré cuenta qué es lo que ella me quiere decir”.