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El riesgo de normalizar la corrupción

La destitución del ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago, Antonio Ulloa; la investigación al Conservador de Bienes Raíces de Chillán instruida por la Corte Suprema; o la condena contra el exdirector nacional de la PDI, Héctor Espinosa; son hechos recientes que contribuyen a elevar la percepción de corrupción en Chile.

Tampoco son hechos excepcionales: en los últimos años, no son pocos los casos que han horadado la credibilidad de instituciones, así como también de sus funcionarios.

En la región se han destapado casos como LED en Chillán, Cuentas Corrientes en San Ignacio, Bulnes y Ñiquén, y existen otros que están en una zona gris y opaca, donde es difícil pesquisar responsables y determinar fehacientemente las fallas cometidas por funcionarios y autoridades.

Entre 2019 y 2024, Chile descendió del puesto 26 al 32 en el ranking de Transparencia Internacional, una caída relevante dentro de la OCDE. Paralelamente, la Encuesta de Corrupción 2025 de Libertad y Desarrollo muestra que un 59% de las personas percibe que la corrupción aumentó en el último año. Los sectores más mencionados son municipalidades, parlamento y gobiernos regionales. Más allá de los casos específicos, lo relevante es que la percepción se ha vuelto estructural, afectando la confianza en la capacidad del estado para ejecutar políticas públicas de calidad.

De acuerdo con Carolina Godoy, directora de CG Economics, no se trata de un fenómeno moral o ético únicamente, sino de una variable económica a tener en cuenta y también de una variable política de cara a las elecciones de este domingo. “Para un país con bajo dinamismo, espacio fiscal acotado y un nivel de inversión deprimido, la corrupción funciona como un shock macroeconómico: afecta el crecimiento, reduce la inversión privada, deteriora el balance fiscal y aumenta la prima de riesgo, y esto lo hace con una magnitud comparable a un shock financiero externo”.

En ese sentido, en un país que sigue creciendo poco, con familias altamente sensibles a la incertidumbre, la corrupción -percibida o real- dejó de ser un ruido molesto: se transformó en un factor macroeconómico central y, por lo mismo, en una variable racional del voto.

El problema ya es alarmante cuando se identifican patrones en las distintas reparticiones del estado, pero más preocupante aún es el efecto de largo plazo, cuando la sociedad se corrompe, cuando la opinión pública deja de indignarse por estos casos y no solo comienza a naturalizar estas conductas, sino que también a imitarlas: “si aquellos que detentan el poder lo hacen, ¿por qué yo no?”

La corrupción requiere complicidades y, aunque duela decirlo, la más importante es la de una sociedad que opta por agachar la cabeza y resignarse, cansada de ver estallar caso tras caso de arbitrariedad, clientelismo político, malversaciones sin castigo, abusos de poder y fraudes que al poco tiempo se evaporan y sus responsables también.

Asumiendo que la ética es una barrera de poca eficacia, los mecanismos de control ya no solo deben fortalecerse desde el punto de vista institucional, sino también ampliando su alcance mediante la incorporación de una ciudadanía activa en el combate a la corrupción.

Es necesario no solo denunciarla, sino generar un debate nacional, de tal manera que se comience a producir una atmósfera social donde sea tratado en todos los planos y por todos los medios.

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