Coaliciones, partidos chicos y pymes políticas

La política chilena vive atrapada en una paradoja: mientras la ciudadanía reclama mayor eficacia en la toma de decisiones y respuestas claras a sus problemas cotidianos, el Congreso funciona con una lógica que tiende a la dispersión. La fragmentación parlamentaria, que algunos ven como expresión de diversidad democrática, se ha convertido en uno de los principales obstáculos para la gobernabilidad de un régimen presidencialista como el nuestro.
En un país donde el Ejecutivo debe negociar cada proyecto en un mosaico de partidos pequeños y muchas veces carentes de disciplina interna, los acuerdos se vuelven frágiles y las mayorías, inestables. El resultado está a la vista: reformas que se diluyen, leyes que tardan años en salir adelante y un clima de desconfianza ciudadana hacia las instituciones.
El actual sistema electoral, heredero de la reforma de 2015, amplió la representación, pero también multiplicó las bancadas. Hoy, el Congreso alberga colectividades con baja votación, escaso arraigo en la sociedad y, en no pocos casos, sin programa político que les dé coherencia. Partidos que aparecen y desaparecen según coyuntura o conveniencia de quien los lidera, debilitando la credibilidad del sistema.
Frente a este cuadro, el Gobierno ingresó una propuesta que busca poner reglas más estrictas para la formación y funcionamiento de partidos. Se plantea exigir presencia en al menos ocho regiones, duplicar las firmas para legalizarlos y limitar la posibilidad de que sus fundadores compitan bajo otro emblema. A ello se suma una regulación inédita sobre los comités parlamentarios, con el objetivo de ordenar la dispersión interna de la Cámara y evitar que los independientes utilicen los partidos como simples vehículos electorales.
Pero quizá el cambio más significativo está en la introducción de umbrales electorales. La Comisión de Constitución de la Cámara, que comenzó a votar en particular la reforma, discute la exigencia de un porcentaje mínimo de votos nacionales para acceder a escaños. El trasfondo es evidente: impedir que candidatos con apoyos muy bajos, a veces menores al 5% de los sufragios válidos, logren llegar al Congreso.
Las posiciones, como era de esperar, están divididas. El diputado Frank Sauerbaum (RN), desde Ñuble, respalda la idea de reducir la fragmentación para favorecer la gobernabilidad. En cambio, su par Felipe Camaño (Independiente) advierte que un umbral demasiado alto puede excluir a sectores que representan comunidades completas, debilitando la diversidad democrática. Es un debate legítimo, que enfrenta dos bienes igualmente valiosos: estabilidad y pluralidad.
El proceso no ha estado exento de tensiones. La discusión sobre paridad de género, por ejemplo, mostró que las reformas institucionales no pueden pensarse únicamente en clave de gobernabilidad, sino también en términos de inclusión y equidad. Que la propuesta de asegurar igualdad sustantiva haya sido rechazada deja abierta una pregunta sobre el compromiso real del sistema político con la representación de mujeres en la vida pública.
En resumen, el desafío es equilibrar dos necesidades: garantizar estabilidad política y preservar la diversidad del sistema democrático. No es un reto menor. Las decisiones que hoy se tomen en el Congreso marcarán la calidad de nuestra convivencia democrática en las próximas décadas. La responsabilidad es, entonces, enorme: diseñar un sistema que no confunda pluralismo con atomización, ni gobernabilidad con exclusión.