Robo de cables y crimen organizado

Los datos entregados esta semana por la Compañía General de Electricidad (CGE) no dejan lugar a segundas lecturas: el robo de cable eléctrico se ha disparado en todo el país durante el primer semestre de 2025, alcanzando niveles alarmantes. De enero a junio, se han registrado 705 “episodios delictivos”, más del cuádruple respecto al mismo período del año pasado, cuando apenas se contabilizaban 190. En la Región de Ñuble, se han robado 8.989 metros, afectando a miles de hogares y evidenciando una escalada que trasciende lo anecdótico para instalarse como una amenaza estructural.
Este no es un fenómeno aislado ni una suma de hechos fortuitos. Estamos ante la acción sistemática de bandas altamente organizadas, con conocimientos técnicos, equipamiento adecuado y capacidad de movilidad interregional. No es delincuencia común, sino crimen organizado, que ha encontrado en el cobre una fuente rentable, de rápida salida al mercado negro y de bajo riesgo en relación con el daño que provoca.
El impacto es evidente y creciente. Solo en la zona de concesión de esta compañía, más de 445 mil personas han sufrido interrupciones del servicio eléctrico y la firma de capitales chinos ha gastado más de 4 mil millones para reparar la infraestructura dañada y reponer el material sustraído. A eso se suma el costo indirecto que sufren empresas, servicios públicos y comunidades que ven interrumpida su rutina, su productividad y, en algunos casos, su seguridad.
En Ñuble, una región que ya convive con desafíos de conectividad, infraestructura y desarrollo energético, el robo de casi 9 kilómetros de cable en seis meses no es un dato marginal. Equivale a dejar temporalmente sin energía a miles de hogares, postas rurales, sistemas de riego, plantas de tratamiento de agua o cámaras de seguridad. Además, este delito se produce en un momento donde la electrificación rural, el desarrollo de energías renovables distribuidas y el aumento del consumo eléctrico residencial e industrial son ejes estratégicos para la región.
Lamentablemente, quienes sustraen cobre pueden actuar con relativa tranquilidad, amparados en la dispersión geográfica de sus operaciones y en la dificultad para detectar y fiscalizar la venta informal de este material.
Por eso, cabe preguntarse si las herramientas legales disponibles son suficientes para enfrentar un delito que ha evolucionado con rapidez. ¿Es momento de endurecer las penas por robo de infraestructura crítica? ¿De establecer mayores controles al comercio de metales no ferrosos?
Desde una mirada regionalista, no podemos dejar de advertir que este tipo de delitos afectan con mayor severidad a zonas alejadas, donde las redes eléctricas son más vulnerables, los tiempos de respuesta más lentos y los costos sociales más altos.
Finalmente, hay una dimensión simbólica y paradójica en este fenómeno, pues el cobre, que por décadas ha sido llamado “el Sueldo de Chile”, se ha transformado en botín de bandas criminales que lucran con la impunidad y la desconexión institucional. Es hora de recuperar el control, y para ello se requiere una estrategia de protección de infraestructura crítica adaptada a las realidades locales y con participación activa de la comunidad.