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Patrimonio agroalimentario

Fernando Villa

Las transformaciones económicas, sociales y culturales que ha experimentado el mundo en las últimas décadas, como la globalización, los procesos de migración campo-ciudad, los cambios de estilo de vida y de hábitos de alimentación en las ciudades, e incluso la pandemia, han detonado procesos vinculados al patrimonio agroalimentario y han modificado también el desarrollo de comunidades de zonas rurales.

Chile no ha estado ajeno a estos procesos y particularmente en Ñuble tiene una especial relevancia, por su alta ruralidad y por albergar un rico patrimonio agroalimentario.

Especies como la quínoa, la castaña, la avellana, la rosa mosqueta, el maqui, el alforfón, el piñón, el digüeñe, el changle, el chupón, el huiro y el cochayuyo, entre muchas otras, son parte de ese patrimonio, así como un sinnúmero de preparaciones que han dado fama a la gastronomía nacional, donde se entrelazan ingredientes ancestrales con otros más contemporáneos, en un largo proceso en que las generaciones herederas han ido agregando páginas a este gran libro de recetas. Pero los cambios de las últimas décadas están convirtiendo a ese libro en letra muerta, y lentamente se ha ido reduciendo la presencia de estos alimentos en la dieta nacional, principalmente en las ciudades, donde se concentra la gran mayoría de la población.

Como respuesta a estos fenómenos, desde instituciones del Estado y desde la academia se ha abordado el desafío de incentivar procesos de patrimonialización asociados a una reactivación económica de las economías locales y a un efectivo resguardo de las culturas alimentarias.

Las principales acciones han apuntado a la revalorización de la producción agroalimentaria tradicional mediante la generación de mecanismos que permitan certificar la calidad, inocuidad, trazabilidad y autenticidad del producto, a través de estrategias de agregación de valor y diferenciación enfocadas mayoritariamente en mercados de mayor valor, como, por ejemplo, los de comercio justo, de productos orgánicos y de alimentos gourmet.

En ese contexto, también cobran relevancia los circuitos cortos de comercialización, promovidos desde el Estado por agencias como Indap y por los municipios, así como también desde el mundo privado, como una alternativa a la hegemonía que ejercen la gran industria alimentaria, las cadenas de supermercados y las distribuidoras, en la dieta actual. A través de ferias o de la venta en almacenes o emporios, se busca estrechar las relaciones de confianza entre productores y consumidores, fortaleciendo el capital social y reduciendo la presencia de intermediarios, distancias geográficas e impactos al medio ambiente.

Ante este escenario, la región de Ñuble, que aspira a ser una potencia agroalimentaria de nivel mundial, tiene la oportunidad de definir un eje de desarrollo basado en la revalorización del patrimonio agroalimentario, aprovechando sus condiciones geográficas y climáticas favorables para el cultivo de una gran variedad de productos tradicionales, muchos de los cuales han ido retrocediendo frente al avance de los monocultivos orientados a los mercados externos.

La apuesta por el patrimonio agroalimentario no es solo un imperativo desde una mirada cultural, sino que es una ventana que se abre, para miles de pequeños productores, de obtener un retorno justo por su trabajo, de la mano de la agregación de valor y la diferenciación, levantando un relato que sustente ese valor.

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