La pandemia del Covid-19 y su daño a la economía, las cada vez más frecuentes crisis financieras de alcance global, lo mismo que las imperfecciones del modelo neoliberal en la producción de bienes y servicios, han traído al primer plano varios conceptos: comercio justo, desarrollo sustentable, responsabilidad social empresarial y cuidado del medio ambiente, que aunque son bien conocidos no habían logrado movilizar a los agentes económicos y se mantenían en un cerrado círculo de agrupaciones ambientalistas y antisistema.
Es de destacar que tales conceptos están sostenidos por una concepción solidaria de la economía que tiene como norte una actitud crítica ante los modelos tradicionales de desarrollo que pueden producir rápidamente riqueza, pero, al mismo tiempo, crean miseria y exclusión en muchos sectores de la sociedad. De allí que una de las condiciones básicas de esta economía solidaria sea la inclusión.
Un modelo económico incluyente es aquel que considera las capacidades y potencialidades de cada individuo con equidad, como base de la construcción de relaciones justas, libres y democráticas en la integración de un desarrollo social. Es comprensible, por ello, que muchas voluntades se vuelquen en la actualidad -como consecuencia de los desastrosos resultados a que condujeron al mundo los modelos agotados del capitalismo salvaje- a poner en práctica estas ideas para la recuperación, sobre todo, de los sectores sociales más vulnerables.
El concepto de comercio justo, por ejemplo, existe ya desde hace bastante y nació, paradójicamente, de la situación de exclusión y explotación de numerosas comunidades en todo el mundo, como una alternativa al comercio convencional, porque al acercar el productor al consumidor evita la cadena de intermediarios. Los expertos coinciden en que son tres las condiciones básicas que definen una transacción de comercio justo: la relación directa entre productor y consumidor, sin intermediarios o especuladores; un precio “justo”, es decir, el que permite al productor y su familia vivir dignamente de su trabajo, y el establecimiento de relaciones y contratos de largo plazo basados en el respeto mutuo.
Por supuesto, una consecuencia directa de esta forma diferente de comprar-vender es la creación de consumidores mucho más responsables y solidarios, que finalmente se benefician en todo sentido, al adquirir productos nobles, de los cuales no sólo conocen el origen, sino también a quienes los hacen. Un consumidor responsable será también aquel que esté atento a saber si en el proceso de producción se han respetado las condiciones de seguridad y salud del trabajo, o del medio ambiente, si hubo equidad de género y si no hubo explotación infantil.
En Ñuble, comienza a advertirse el interés por promover este concepto y han surgido redes y articulaciones locales, entre algunas empresas agrícolas, instituciones educativas como la UdeC, agrupaciones estudiantiles, y organizaciones de la sociedad civil.
Son todos ejemplos locales de un proceso en construcción que, es de esperar, se extienda a otros ámbitos de nuestra economía y que vienen a resaltar la necesidad de un cambio en las reglas y prácticas del comercio conven cional, y nos enseñan que un negocio exitoso puede, también, dar prioridad a la gente, porque de eso se trata.