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Aparte de sus suelos y viñas, la fortaleza agraria de Ñuble es su gente. Y su memoria. Hace unos días tuve una conversación con una “biblioteca de los agro-alimentos”, con Enrique Steinbrecher Wünkhaus. Se trata de un trabajador y un pensador de la tierra.
Produce las cebollas, papas y tomates más sanos de la zona porque los siembra en espacios abonados con estiércol seco de sus gallinas de huevos azules. Y esos son los productos que, camino a Coihueco, vende su hija Patricia en esa isla del buen alimento y sazón llamada “Mercadito Alemán”, donde incluso se puede almorzar.
En sus 78 años él ha visto el auge y la decadencia de la agricultura alimentaria de nuestra zona.
Es un luchador que no se conforma con malas semillas transgénicas, no se rinde frente al modelo extractivista, simplificador y degradador de los suelos que tienen los monocultivos.
Sí, él apuesta por las ganancias en el campo, pero apuesta más por no empobrecer la tierra y por la riqueza de los valores humanos, fuente y base de ganancias sustentables en el tiempo. Nunca “pan para hoy y hambre para mañana”, es su lema.
Así, luego de mejorar el nitrógeno natural de los trumaos con rotación de trébol blanco intercalado, fue creador de muchos planteles lecheros de Cato, colocando a esos campos en la primera línea de producción de leche, cuando existía la Cooperativa Lechera de Ñuble.
El modelo de las cooperativas era exitosísimo en Chile, y particularmente aquí, donde más de cuarenta años atrás casi cada hogar podía acceder a una leche pura, sin procesos industriales, entregada en las famosas botellas de gollete ancho, casi taponada de crema y mantequilla en su garganta.
Aparte de la leche, los cooperados -que llegaron a ser más de 300 agricultores- tenían asegurado ingresos justos por los productos que procesaba y comercializaba la Cooperativa: quesos y quesillos sin aditivos, helados y mantequilla.
¿Pero qué pasó con tal paraíso alimentario? Quebró cuando casi todos los agricultores chilenos quebraron, porque ya no se aplicó más el modelo que, con Corfo incluida, permitió a Chile casi autoabastecerse fomentando la cooperación: el modelo de sustitución de importaciones.
Se cometió el crimen de importar 200 mil toneladas de leche en polvo, justo cuando una movida política hizo estancar el dólar en 39 pesos por tres años.
Luego la CAR se debilita, porque sin apoyos estatales estratégicos, el azúcar no podía competir con los bajos costos de la caña tropical, siendo más barato importar que producir.
Y así -reflexiona Enrique- “el rebalse de la olla económica nunca llegó, porque los ricos no dejan de subir los bordes de la olla”.
Y no se crea que eran medidas izquierdizantes; la ECA, la gran Empresa estatal de Comercio Agrícola, floreció en gobiernos de derecha, como el de A. Alessandri. Para proteger a los productores nacionales del campo, la ECA fijaba los precios de antemano, y cuando había un déficit de producción, de trigo por ejemplo, compraba afuera para vendérselo a la cadena de distribuidores al precio convenido.
Y esto es lo que hacen Estados sólidos como Francia e Inglaterra: nunca exponerse a la dependencia, porque “para ser país soberano y comer, hay que ser autónomo”, sostiene el sabio Steinbrecher.
Tal como aquel agricultor de la Cooperativa Colun que no vendió sus acciones aunque le ofrecieron una fortuna por ellas, haciendo resistir a la Cooperativa, Enrique tampoco se rindió.
Con su leche hiperbarata fabricó manjar y resistió diez años más, hasta que el retail globalizador lo arrasó en Chillán.
Es hora de pasar de la necropolítica contra las cooperativas, a la empatía radical por los suelos de Ñuble. El neoliberalismo aplica la necropolítica: deja morir a quienes no quiere ver como rentables.