Pinochet ya no está y la Concertación tampoco, sin embargo, la lógica de la división binaria persiste, alentada por buena parte de la actual dirigencia política. La principal enseñanza de aquella campaña fue que el conglomerado que derrotó a la dictadura se negó a verse con los ojos de la civilidad que respaldó el régimen dictatorial. A ninguno de los que la planearon se le ocurrió tamaña insensatez. Lo que hicieron fue proponerle al país otro punto de vista, algo diferente y propio.
Ayer se cumplieron 35 años de una de las campañas políticas más recordadas en Chile: el plebiscito de 1988, que marcó los años venideros, el retorno a la democracia y los 20 años de gobierno de la Concertación de partidos por la Democracia en nuestro país.
Era la primera vez que se realizaban franjas televisivas para ambas posiciones políticas. A un mes del referendo, aparecieron los primeros spots, de 15 minutos cada uno. Al poco tiempo se notó la superioridad de la franja del No: superaba en todos los aspectos a la del Sí, en producción, contenido y mensaje. El símbolo de la Concertación era el arcoíris y refería a la unión de todos los espectros políticos opositores y el deseo de un futuro mejor.
A pesar de que la campaña presentaba crudos relatos de violaciones de los derechos humanos, tenía características positivas, derrumbando el mito de que el regreso a la democracia implicaría el regreso al caos que hubo en el país previo al golpe de Estado. La estrategia del Sí, en cambio, se basó en instalar la idea de que era imposible que la oposición se uniera bajo una sola bandera. Bastaba alimentar sus diferencias, incentivar la división, crear una campaña de terror y recordar los mil días de la UP.
Con la potencia de los medios que entrega el poder discrecional en todas sus facetas, el equipo que dirigía el publicista argentino Marcelo López apostó por disparar al mensajero y no al mensaje. El discurso era que quienes estaban detrás del No eran más hijos del pasado que padres de un futuro mejor. Eran unos inadaptados a ese porvenir dorado que los partidarios de la dictadura cívico-militar ofrecían y del que se consideraban únicos propietarios. Igualmente, hicieron lo imposible por mostrar un rostro democrático y amable de Pinochet, cosa que difícilmente podían cambiar, al menos en un lapso tan corto.
La madrugada del 6 de octubre, el régimen militar reconocía a regañadientes el triunfo del No. El dictador Pinochet y su subsecretario del Interior, Alberto Cardemil se retiraban de La Moneda cabizbajos, mientras miles de chilenos salían a la calle a celebrar, entonando la “Alegría ya viene”, la canción que mejor interpretaba la épica que la campaña supo encarnar en la alborada de la democracia.
Treinta y cinco años después Pinochet ya no está y la Concertación tampoco, sin embargo, la lógica de la división binaria persiste, alentada por buena parte de la dirigencia política, pese a que los desafíos de Chile han cambiado y la dialéctica de 1988 ya no es capaz de dar cuenta de las nuevas realidades.
La principal enseñanza de aquella campaña fue que el conglomerado que derrotó a Pinochet se negó a verse con los ojos de la civilidad que respaldó el régimen dictatorial. A ninguno de los que la planearon se le ocurrió tamaña insensatez. Lo que hicieron fue proponerle al país otro punto de vista, algo diferente y propio.
Ese es hoy el desafío de los herederos del arcoíris y de todos aquellos que siguen sintiéndose interpretados por ese histórico NO. Entender que el poder sin proyecto termina siendo solo un instrumento al servicio de egos y ambiciones personales. No se trata de barrer la memoria debajo de la alfombra, pero tampoco de seguir pensando el presente en función del pasado. Hoy el país reclama un nuevo ciclo político capaz de interpretar a una ciudadanía que no quiere volver atrás, sino marchar hacia adelante.